XXIX. Ritual


Authors
ultraval
Published
2 years, 7 months ago
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Las mañanas frías en Onicia hacían que despertar pareciera un acto casi devoto. Abandonar el calor de su colchón, y la suavidad de sus almohadas, requerían más fuerza de voluntad de la que estaba dispuesta a admitir, y era probablemente, lo más difícil de realizar de toda su rutina.

El resto, era casi un ritual.

Primero, el baño con agua caliente preparado a primera hora especialmente para ella. Nadie quería contraer hipotermia, ni ninguna otra clase de enfermedad estival. Los aceites y las escencias que acompañaban el agua dependían del humor del ama bajo la cual recaía su cuidado, así como de su anfitriona. A veces rosas, a veces lavanda, a veces azahar.

Ninguno de sus olores predilectos se encontraban dentro de la variedad, pero oler a flores no le disgustaba. Era mejor que oler a frío y humedad.

Una vez limpia, y seca, seguían los bálsamos para hidratarse la piel. La piel escamosa no lucía, ni se sentía bien. La resequedad de las montañas podría irle bien a las piedras, pero ella prefería mantenerla a raya de su cuerpo. El que usaba para mojar sus labios y la punta de su nariz, solía tomar prestado el sabor de las fresas, o de la vainilla. Si sobrevivían a la temporada, y el mercader hacía bien su trabajo, hasta de frutos de regiones con climas más benevolentes.

Después, llegaba el momento de escoger su ropa. Sus piezas favoritas eran las fabricadas con las telas más delicadas, pero esas las guardaba para cuando se acercaba la primavera. En días normales, se congelaría si no se ponía, por lo menos, dos capas de abrigos sobre la suave seda. Las telas onicianas eran rudas, como sus habitantes, pero no por eso menos hermosas; Desde su llegada, su familia de acogida se había encargo de consentirla con vestidos preciosos y cálidos, que se aseguraban de no dejarla expuesta a los elementos, y ella lo agradecía enormemente, porque su baúl había llegado lleno de vestidos frescos y ligeros, ideales para el calor portuario de Rayisa, no tanto para las ventiscas heladas de media tarde que solían azotar el castillo boreal.

Finalmente, seguía su cabello. Su nodriza se dedicaba a peinarla con paciencia de santa, y sin que ningún nudo se formara en la larga cabellera oscura, ni existiera algún jalón para deshacerlo. Por mucho que le hubiera gustado atribuirse la gloria de mantener su melena suave y sedosa, sabía que el mérito era en realidad, todo de ella.

El perfume no solía hacer falta, entre los bálsamos y los aceites, mantenerse olorosa era fácil en un ambiente sin tardes calurosas. De ser necesario, se decantaba por los más discretos, los que se grababan en la nariz de la forma más sútil.

Quizá su vida había cambiado para siempre al llegar a las montañas, pero eran las pequeñas cosas, como aquella, las que hacían que todo fuera un poquito mejor.